Descubrí mi pasión por los idiomas desde muy chica. Vivir y crecer en Argentina, lejos del resto del mundo – y antes de que existiera Internet – despertó mi curiosidad por otras culturas. Mucho antes de poder soñar con viajar al exterior, no me perdía ocasión de conocer a extranjeros que vivían y trabajaban en Argentina. De adolescente, me inscribí en todos los cursos de idiomas que pude: inglés, por supuesto, pero también francés, portugués, alemán e incluso árabe durante un par de años. Por eso fue un gran logro ser una de las primeras intérpretes de Argentina con título universitario, y lo sentí como el lanzamiento oficial de mi viaje lingüístico y cultural, que pronto se convertiría en una aventura internacional. Aunque con un presupuesto ajustado, en pocos años conseguí viajar bastante por Estados Unidos y Europa. Cuanto más viajaba, más quería explorar otros destinos, no como simple turista buscando sumar un trofeo más a la lista de destinos y divirtiéndome en grande, sino tratando de entender por qué las cosas eran diferentes de lo que siempre había conocido.
Como era de esperar, terminé viviendo en el exterior. Me mudé a Holanda en 1996, donde empezó la experiencia fascinante de descubrir hasta qué punto la cultura puede estar arraigada en un país y su gente y cómo diferencias aparentemente imperceptibles nos pueden engañar día a día si no somos conscientes de ellas. Seguí recorriendo ese camino tanto en la vida real como – entretanto también en Internet – para averiguar por qué el contexto cultural a veces podía parecer tan similar y a veces tan diferente en mi segunda patria. Este proceso de inmersión cultural no sólo significaba entender a los holandeses, sino también llevar mi nueva perspectiva y conocimientos a América Latina. Con cada viaje de negocios, se abrían nuevas puertas en los países donde trabajaba – México, Brasil, Uruguay, Chile y Argentina – donde también todo evolucionaba con el paso del tiempo.